Brownie
Brownie. Cuando era pequeña, en el vecindario había un perro que se llamaba Brownie. Pero como en mi vecindario no dominábamos el inglés, le llamábamos Brauni. Yo siempre me preguntaba qué demonios de nombre era ese, Brauni, que ni siquiera llegaba a un simpático Braulio o un comercial Braun. Pero, a pesar del enigma del nombre, Brauni era todo un personaje.
Un buen día me armé de valor y pregunté a Loren, su dueña, qué quería decir aquel engendro de patronímico y me sacó de dudas. Y me entró el hambre. Y la curiosidad, todo en uno. Me dijo que se llamaba Brownie porque su pelaje era de color castaño y que además era el nombre de un dulce de chocolate.
Un dulce dijo. A mí. Tardé años en descubrir los brownies –en aquel entonces no había Google en el que buscar y en las pastelerías de mi barrio lo que más pitaba era la tarta de moka– y medio segundo en desearlos. Brauni pasó a mejor vida hace muchos años, pero siempre que hago un brownie lo recuerdo con su vientre casi pegado al suelo …